Daremos término aquí a esta serie que versa
sobre cómo el desplome del Imperio Romano no fue algo que ocurrió de la noche a
la mañana, sino que fue el final de un largo proceso en que la propia extensión
del dominio imperial de Roma a la larga fue el detonante de los factores que
llevarían a la civilización greco-romana a su decadencia y colapso.
Quizás el aspecto que más convendría resaltar en toda esa
dilatada fase de decrepitud imperial, es la descomposición social a resultas
del quebrantamiento de los viejos valores que sirvieron justamente para el
surgimiento de la civilización greco-romana. Tal cuadro de descomposición afectó
tanto al cuerpo social como al propio Estado que regentaba al imperio, lo que
queda bien reflejado en el testimonio de Polibio, historiador y general griego,
acotado por Lewis Mumford, y quien refiriéndose a la sociedad de su tiempo en el relativamente temprano siglo II, decía,
que si bien en Roma no se sufría de epidemias y guerras «la gente ama demasiado
el dinero [...los pocos] que se casan no
tienen más de uno o dos hijos, para educarlos con lujo y dejarles mejor herencia».
También recurre Mumford al testimonio del emperador y filósofo estoico Marco
Aurelio, que describía el mundo romano del mismo siglo II como: «decadencia
[...] nada más que agua, polvo, huesos, hedor[porque] la muerte pende sobre
ti».
Referencias como éstas de Polibio y del
emperador Marco Aurelio y las anteriores que hemos venido mencionado de Lewis Mumford y de Herman de Keyserling, tocan no pocos aspectos
de la decadencia de la civilización greco-romana, los cuales nos llevan a
inferir por comparación que la época actual acusa una sintomatología que guarda
una inquietante analogía con el final de
aquella otra civilización.
Basta mencionar entre otros aspectos el
egoísmo general aunado al pragmatismo utilitario que hoy profesa la sociedad
postmoderna, la supeditación generalizada en casi todo orden de cosas al valor
del dinero y a la primacía del orden económico por sobre toda otra
consideración; la notoria y generalizada inseguridad ante la creciente perturbación del sistema
económico mundial, clima que da lugar
hoy a una extendida protesta colectiva
contra el establishment bancario y político
en diferentes naciones. Cabe señalar asimismo la ineficacia creciente del
Estado nacional ante problemas globalizados como la crisis económica mundial y
las crecientes alteraciones climáticas, derivadas estas últimas de los excesos de
la civilización industrial. Hoy vive el mundo la paradoja de gran optimismo en
las posibilidades de la ciencia y lo tecnológico, y a la vez un serio pesimismo
generalizado ante la incertidumbre del futuro. Sin duda que todo ello son rasgos
muy significativos de nuestra crítica contemporaneidad postmoderna.
Todo ello va confirmando nuestra anterior
asunción: la de que la civilización
occidental acusa signos de vivir ya una época tardía y quizás nos aproximamos a
un ocaso final. Tal posibilidad obliga a cobrar clara conciencia de la
encrucijada en que se encuentra hoy la humanidad, esto es, o se da paso a un
orden social y una cultura sin parangón en la historia dados los actuales logros
científicos, tecnológicos y del
conocimiento en general, o caeremos en una nueva Edad Oscura. Todo dependerá de
que comprendamos la necesidad de recuperar el valor del saber espiritual y de
lo axiológico, para lo que será necesario tanto que nuestra tradición
judeo-cristiana se remoce y vigorice con
la sabiduría de otras viejas tradiciones como las orientales, y que el orden de
lo científico no siga a aferrado a un estéril agnosticismo materialista.