Se suele usar indistintamente los términos
de cultura y civilización, pero algunos historiadores hacen una distinción entre ellos, la que permite enriquecer la
visión de los distintos desarrollos históricos y establecer diferencias que
escapan de no aceptarse tal distinción. Nos referiremos aquí a la
interpretación que al respecto da Oswald Spengler.[1]
En efecto, Spengler considera que lo cultural propiamente dicho es un
proceso creativo que surgiendo del espíritu y del intelecto humanos contribuye
a enriquecerlos en grado significativo, mientras que la civilización tiene una
gravitación mayor en el aspecto material y pragmático de la vida en el día a
día. Así, el trabajo de creación cultural deviene en un desarrollo histórico
inédito, en cambio, el de la civilización parte de la obra y logros de una
cultura precedente que le sirve de punto de partida, por ende, entre cultura y civilización, según
Spengler, se da una relación de carácter
filial. En una fase cultural se vislumbra una era auroral plena de
posibilidades en todos los órdenes de la creación del ser humano; en la
civilización hay como un atardecer grandioso pero que declina en un devenir que
obligadamente se plasma dentro de ciertos límites predeterminados, límites que le impone la
matriz cultural de la que nace.
Cabe complementar esta distinción
spengleriana entre cultura y
civilización con lo que al respecto sostiene el brasilero P. Leonel
Franca[2] contraponiendo tales dos conceptos como «dos fases análogas a virilidad y decrepitud en el
proceso de la evolución biológica». La fase cultural es un verano de pujanza en
el que lo que se produce excede a lo que se consume o destruye; la fase de
civilización es un invierno en el que el gigantismo y un cosmopolitismo
universal llevan al desequilibrio de consumir y destruir más de lo que se
crea.
Así, lo cultural propiamente dicho será
asumido como la obra temprana de una creación histórica, primaveral si se
quiere, cuyo proceso implica una
evolución positiva del ser humano individual en el ámbito de su sociedad, poniendo
en juego todas sus potencias, las del espíritu y las de toda su capacidad e inventiva creativa, que lejos de centrarse
mayormente en tal o cual línea de la praxis humana, la creación cultural abarca
todos los aspectos del quehacer humano sean éstos el arte y la ingeniería, la filosofía y la economía, o la ciencia y la
creencia.
En una civilización ocurre todo en forma
muy distinta, la libertad creativa del espíritu
y el alma humanas resultan como opacadas por el ímpetu pedestre y
ramplón de lo que Ortega y Gasset llamaba el ‘hombre masa’, y es como si la presencia de la propia
naturaleza ante los excesos de la
civilización cobrara un peso crecientemente abrumador y amenazante. En general,
y como así lo piensan otros historiadores, el énfasis de civilización está más
en lo externo y en lo universal, mientras que en lo cultural la obra humana se
circunscribe más una región y a cierto
grupo de pueblos, y además atañe más a las potencias superiores del espíritu
humano
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